lunes, 21 de marzo de 2016

Rosas y Pistolas Parte 1



La Última Palabra

Lo que escribo son recuerdos. Algunos míos, pero no todos. Puede que los hechos no se correspondan con la realidad, pero se aproximan bastante, que supongo que es suficiente. Como, de todas formas, no queda nadie que pueda contradecirlos, esta será la historia del asentamiento al cual llamamos simplemente Palamón (da escalofríos siquiera escribir su nombre), y los horrores que sucedieron tras un breve período de calma.
Recuerdo mi hogar y las historias sobre ese paraíso que quizá algún día llegaríamos a ver... una ciudad que «brilla incluso de noche». Palamón no brillaba, pero era un refugio, o algo parecido. Era algo, al menos.
Nos habíamos asentado en el corazón de una cordillera que se extendía hasta el horizonte. Sus montañas boscosas se erigían como queriendo alcanzar el cielo. Los inviernos eran duros, pero los árboles y los picos nos protegían del resto del mundo. A veces hablábamos de mudarnos y de buscar la Ciudad. Pero solo eran ilusiones.
De vez en cuando se veían transeúntes. Y en ocasiones se quedaban, aunque no era lo común.
No existía una autoridad definida, pero sí había leyes, unos principios básicos con los que todos estábamos de acuerdo y que más tarde fueron supervisados por el juez Loken.
Y así es como sucedió: no había autoridad hasta que la hubo. Yo era muy joven y no lo entendí del todo. Recuerdo a Loken como un hombre muy trabajador que degeneró con el tiempo. Sobre todo yo creo que estaba triste. Triste y asustado. A medida que su poder crecía en Palamón, la gente se iba marchando. Los que se quedaron veían como los días se tornaban grises. La protección de Loken —contra los caídos, contra nosotros mismos— se transformó con el tiempo en una dictadura.
Cuando lo analizo, yo creo que Loken había perdido demasiado: su familia, a sí mismo... Pero todo el mundo ha perdido algo. Y algunos directamente no teníamos nada desde el principio. La única memoria que tengo de mis padres es borrosa como un sueño y lejana como la luz de sus almas. No suelo pensar mucho en ellos. Los perdí a una edad temprana, secuestrados por los caídos. Con los años decidí que era mejor ni pensar en ellos.
A partir de ese instante, Palamón me crio. Esos a los que llamo familia, o solía llamar familia, me cuidaron como a uno de sus hijos. Era una buena vida. "Vida" en aquellas circunstancias, claro. Mi perspectiva estaba distorsionada al ser la única vida que conocía, y no fue fácil lidiar con la pérdida, pero yo diría que era una buena vida.
Hasta que dejó de serlo, claro.
Hasta que dos hombres entraron en mi mundo. Uno una luz. El otro la sombra más oscura que jamás he conocido
El hombre al que acabaría conociendo como Jaren Ward, mi tercer padre y probablemente mi mejor amigo, llegó a Palamón por el sur.
Yo solo era un niño, pero nunca olvidaré el lento caminar de su silueta por la senda de entrada a nuestro poblado.
Nunca había visto a nadie como él. Quizá ninguno de nosotros lo había hecho. Él dijo que solo estaba de paso, y yo le creí... aún le creo, pero a veces la vida se entromete en las intenciones de uno.
Recuerdo ese día con perfecta claridad. Pero, de todos los detalles —matices y momentos— lo que más resalta en mi mente es la pistola que Jaren llevaba a la cadera. Un cañón inmaculado pero aguerrido. Como una reliquia, colgada por debajo de la cintura, de todas las batallas en las que había luchado. A la vez un trofeo y una advertencia.
Este era un hombre peligroso pero con un cierto resplandor, una pureza en su aplomo que parecía indicar que su ira era algo que había que ganarse, no algo que él repartía por descuido.
Fui el primero que lo vio venir, aunque en seguida todo Palamón acudió a recibirlo. Mi padre me sujetaba mientras todo el mundo permanecía en silencio.
Jaren no emitió sonido alguno tras su elegante casco de piloto. Se parecía a uno de esos héroes de las historias, y a día de hoy no tengo muy claro si el silencio entre la gente del pueblo y el aventurero fue fruto del miedo o del respeto. Me gusta pensar que fue lo segundo, pero cualquier verdad que atribuya a aquel momento sería mi propia interpretación.
Mientras esperábamos a que viniese el juez Loken para dar la bienvenida oficial, la impaciencia me ganó. Me solté del agarre de la pesada mano de mi padre y corrí, cruzando el patio, hasta parar a tan solo unos pasos del intrigante sujeto, este hombre tan distinto a todos los demás.
Me quedé mirando perplejo y él fijó su atención en mí, con la mirada escondida tras el grueso visor tintado de su casco. Rápidamente bajé la vista hacia la pistola. Me tenía fascinado. Imaginé los lugares donde esa arma había estado. Todas las maravillas que había contemplado. Los horrores que había soportado. Mi imaginación saltaba de un acto heroico al siguiente.
Casi ni me di cuenta cuando él comenzó a arrodillarse, sujetando el arma como si me la estuviese ofreciendo. Mis ojos solo se fijaban en el revólver, hipnotizados.
Recuerdo que me giré hacia mi padre, viendo la cara de todos aquellos a los que conocía. Encontré preocupación en sus ojos y a mi padre negando con la cabeza como rogándome que no aceptase el regalo.
Volví mi atención hacia el hombre al que más adelante conocería como Jaren Ward, el mejor cazador que este sistema haya conocido y uno de los más grandes guardianes que jamás hayan defendido la Luz del Viajero...
Y así el arma con la mano. Cuidadosamente. Con suavidad. No para usarla, sino para observarla, para soñar. Para sentir su peso y averiguar su verdad.
Esa fue la primera vez que sostuve la «Última Palabra», pero por desgracia no fue la última.

El tiempo pasó desde aquellos días...
Los hombres de Loken encontraron a Jaren Ward en el patio donde todo esto había comenzado.
Había nueve cañones apuntándolo. Nueve desalmados esperando la orden. El juez Loken, que esperaba detrás de ellos, parecía satisfecho de sí mismo.
Jaren Ward permanecía en silencio. Su Espectro asomaba por encima de su hombro.
Loken contempló a la multitud antes de dar un paso al frente, como reclamando el territorio... su territorio. 

— Dudas de mí? — Había veneno en sus palabras. — Esta no es tu casa.

Recuerdo los gestos de Loken en ese momento. Hacía que pareciera un espectáculo. Nadie se movía. Silencio.
Empecé a tirar de la manga de mi padre, pero él solo sujetó mi hombro con más fuerza, hasta que dolía. Era su manera de darme a entender que ese no era el momento.
Había estado observando el comportamiento de Jaren durante los últimos meses, conociendo su naturalidad y sus maneras ligeras y seguras. Nunca había visto a nadie como él. Era alguien al que no lograba comprender, pero en cuanto lo vi entendí lo que yo necesitaba. Él era más que nosotros. No mejor. Ni superior. Solo más.
Yo quería que mi padre detuviese lo que estaba sucediendo. En retrospectiva, ahora me doy cuenta de que mi padre no quería pararlo. Nadie podría. 
Mientras Loken menospreciaba a Jaren Ward, se mofaba de él y enumeraba sus crímenes y pecados, mis ojos no se apartaban de la pistola que Jaren llevaba a la cintura. Su firme mano descansaba con calma sobre el cinturón.
Recordé el peso de la pistola. Su comodidad. Y mis preocupaciones se disiparon. Lo entendí.

— Esta es nuestra ciudad! Mi ciudad! — Loken gritó. Quería hacer un ejemplo de Jaren y dar a la gente de Palamón una lección de obediencia.

Jaren habló. Calmado. Con claridad. 

— Ya no.

Loken se carcajeó burlonamente. Tenía nueve cañones de su parte. 

— Esa va a ser tu última palabra, muchacho?

Se movió de un modo repentino, rápido como un rayo. Jaren Ward dijo mientras disparaba: 

— La tuya... no la mía.

El revolver de Jaren humeaba.
Loken se desplomó. Tenía un agujero oscuro en la frente. Su mirada vacía contemplaba el infinito.

Jaren se quedó mirando a los nueve matones que lo apuntaban. Uno a uno bajaron el arma. Y el resto de mi vida comenzó ahí, donde dentro de unos años muchas otras terminarían...




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