La muerte que siguió...
Era la cuarta noche de la séptima luna.
Nueve ascensos desde la última señal.
No habíamos perdido del todo el rastro, pero casi.
Nos habíamos refugiado en un barranco por orden de Jaren.
La densa espesura al borde del precipicio nos protegía del
viento y del frío, y la corriente de agua amortiguaba nuestras conversaciones.
Habíamos visto dos esquifes volando bajo sobre el valle.
Que nosotros supiéramos, no era territorio de los caídos,
pero tales suposiciones eran peligrosas.
Por entonces quedábamos seis.
Tres menos que hace dos lunas, pero aun así uno más que
cuando les dimos la espalda por primera vez a las cenizas de Palamón.
Durante la noche nos turnamos para hacer guardia.
Tratábamos de movernos lo mínimo y nos comunicábamos
mediante sencillos gestos con las manos.
Podíamos defendernos en combate, pero solo los muertos
ansiaban luchar. Esta dolorosa verdad se oponía bruscamente a nuestras razones
para estar tan lejos de cualquier cosa parecida a la civilización, así como a
nuestra propia seguridad.
Los esquifes habían asustado a Kressler y Nada, y a decir
verdad, también a mí. Pero echando la vista atrás, creo que solo
buscábamos una excusa para volver por donde habíamos venido.
No porque quisiéramos regresar, sino porque parecía nuestra
única esperanza real, y creo que todos éramos conscientes de ello.
Más adelante nos aguardaba lo desconocido. Seguíamos un
rastro, pero después de un tiempo, sentíamos que nos topábamos una y otra vez
con un callejón sin salida.
Jaren jamás titubeó. Ni una sola vez.
O al menos no nos dimos cuenta.
Su empuje y su convicción nos animaban a seguir adelante.
Y, por muy duro que parezca, fue su muerte lo que avivó mi
llama. Una llama que casi se había extinguido en esa fría noche.
Parecía confiado de estar cerca.
Más que confiado, parecía seguro.
Nadie más sentía lo mismo. Nuestra confianza y cualquier
dosis de entusiasmo que hubiéramos podido tener habían desaparecido en el
momento en que Brevin, Trenn y Mel fueron abatidos a tiros.
El Espectro de Jaren jamás nos dirigía la palabra.
Simplemente se quedaba allí, alerta, analizando. No a nosotros, sino más bien
el momento. Cualquier momento.
Nunca tuve la sensación de que nos considerara inferiores.
Simplemente era cauteloso, precavido.
Sabíamos que podía hablar. Los habíamos oído en algunas
ocasiones. Tan solo unas pocas palabras. Ninguno hablábamos de ello.
De vez en cuando, lo sorprendía mirándome fijamente, pero
siempre supuse que me prestaba atención debido al vínculo que yo tenía con
Jaren. Para mí, Jaren era como un padre. Por entonces no sabía por qué me había
elegido como su protegido. Pero después de tantas pérdidas, agradecía su
actitud protectora. Sin embargo, al echar la vista atrás y recordar cómo
mantenía las distancias con el resto, debería haberme dado cuenta o al menos
haber sospechado que había algo más.
Esa noche todos nos despertamos más tarde que la noche
anterior.
El estallido de un disparo resonó en la espesura. Y después
más.
Los disparos sonaban lejos, pero lo bastante cerca como para
acelerarnos el pulso.
Un sonido familiar. "La Última Palabra", el arma
de Jaren. Su mejor amiga.
Después otro. Un único disparo, un eco inconfundible restallando
en la noche. Bajo, cortante.
Un disparo, oscuro y diabólico, seguido de silencio.
Nos agazapamos silenciosamente. Escuchando. Esperando.
Jaren se había ido solo.
Quizá estábamos más cerca de lo que habíamos imaginado.
Demasiado cerca.
Había partido para enfrentarse a solas a la muerte.
No podía admitirlo —al menos no en ese momento— pero creía
que nos estaba
protegiendo.
Después de llegar tan lejos, después de años recorriendo un
camino plagado de sufrimientos y fuego, quizá no soportara la idea de ver morir
a más "críos", como solía llamarnos.
Los ecos se apagaron y permanecimos inmóviles. No tenía
sentido ir en esa dirección ni apresurarse a ciegas.
Lo hecho, hecho está.
La cadencia de los disparos contaba una historia que ninguno
queríamos oír.
No había sido la "Última Palabra". En alguna parte
del mundo, lo bastante cerca como para ignorarlo pero al mismo tiempo lo
bastante lejos para que pareciera un sueño, Jaren Ward yacía muerto o
agonizante, y no había nada que pudiéramos hacer al respecto.
Las horas transcurrieron como una eternidad.
Seguimos en nuestra posición, pero a medida que el sol se
elevaba, los demás comenzaron a irse. Sin Jaren, no había nada que nos
mantuviera juntos. Ninguna fuerza impulsora. La venganza había dejado de ser
una motivación. El miedo y el anhelo de ver un nuevo amanecer abrieron una
brecha entre el deber y el deseo.
A mediodía me encontraba a solas. No podía irme. Jamás lo
haría.
O encontraba a Jaren y lo ponía a salvo, o los otros me
encontraban a mí y ponían fin a mi existencia.
La muerte acechaba.
De pronto noté un movimiento veloz. Mis músculos se tensaron
y me aferré a la empuñadura de mi arma.
Después llegó la confirmación de la terrible verdad que ya
había aceptado. El Espectro de Jaren permanecía de pie a pocos pasos de mí.
Exhalé y me desplomé hacia delante. Aún en pie, pero
descompuesto.
La diminuta Luz me observó con una curiosa inclinación de su eje y
después proyectó un haz de luz sobre mi cuerpo, escaneándome como ya hiciera la
primera vez que nos conocimos.
Alcé la vista y miré directamente a su único ojo brillante.
Entonces habló...
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